He estado buscando fotos para colgar una pequeña entrada por el fallecimiento de Saramago. En muchas aparece serio, no parece importarle mucho la imagen resultante. En muchas aparece delante de un micrófono, pues es fácil recordarle hablando al mundo. En casi todas aparece ya anciano. Luego he decidido que no incluiré ninguna, porque todos tenemos su rostro en mente.
He estado pensando qué podría decir de Saramago. Como librera, conozco prácticamente todos sus libros, pues casi todos tienen venta constante. Como lectora, recuerdo la admiración que me produjo Ensayo sobre la ceguera, el esfuerzo que me supuso terminar Todos los nombres y La balsa de la medusa, y el abandono al principio de El viaje del elefante. Me gustaban sus argumentos, su transmisión de ideas, pero sus textos densos, cada vez con menos puntuación, hacían sus páginas ilegibles para mí, lectora de calle y de autobús. Como paseante le recuerdo firmando algún ejemplar para mi madre en la feria, hace muchos años, sereno y cortés. Como estudiante, le escuché en conferencias en la universidad, leí artículos suyos que me pasaban amigos de políticas, admirábamos su compromiso por toda causa donde detectaba injusticia. Me viene a la mente hablando del EZLN y el Subcomandante Marcos, de Palestina, del Sáhara.
El sábado, en la playa, vi su foto en la portada del diario que cogí junto al desayuno y leí que había fallecido. No me extrañó. Era muy mayor, sabía que estaba enfermo. Hace años, cuando salió El viaje del elefante, me invitaron a un homenaje que le hizo Santillana, no puede acudir y me dio mucha pena. Luego me contaron que se le vio débil, y que todos estaban preocupados por su salud.
Sin embargo, que no fuera una sorpresa no evitó que se me encogiera el estómago. Desde entonces, algo es más triste. Admiraba su lucidez, su valentía, su incansable denuncia. Admiraba su soledad de intelectual comprometido, que reflexiona y nos dice lo que le parece bien y lo que le parece mal, que nos recuerda que tomar partido no tiene por qué ser una elección, quizá sea una obligación. Que está en sus libros y está en su contexto.
Y ahora, me siento huérfana. Me siento triste. Siento que el mundo es un poco peor por su ausencia. Se diluirá, como lo hace siempre el dolor, pero no cambiará el hueco que se queda. Me consuela pensar que muchos otros también lo sienten, que su voz fue escuchada. Desde aquí, mi reconocimiento, mi respeto y mi despedida.
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