Vaya por delante: Menéndez
Salmón me parece un gran escritor. Admiro su dominio del lenguaje,
su capacidad para plasmar la trascendencia, sus reflexiones sobre la
estética, el bien y el mal y la estética del bien y del mal. A la vez, me exige una
concentración que no siempre soy capaz de entregarle. Ya me fascinó
con La luz es más antigua que el amor, donde nos llevaba de
la mano por el mundo del arte; aquí nos habla de Prohaska, un
artista que retrata los momentos más duros del siglo XX, donde la
crueldad y el horror parecen no tener fin. ¿Hay justificación para
el ojo que contempla el mal? ¿Ser espectador impasible le convierte
en cómplice, o plasmar lo ocurrido es una forma de denuncia? ¿Es
posible reflejar la realidad sin posicionarse?
Cuando leo sus textos todo
me parece digno de ser subrayado, y a menudo me gusta rumiarle
despacio, buscando en el diccionario los muchos términos que utiliza
que no sabría definir; sus frases piden ser releídas hasta que su
peso cala como merece. Sin embargo, me produce sufrimiento el dolor
que plasma, y me pregunto si es necesario, qué aporta leer estas
líneas.
Porque de esta excursión
a los rincones y oscuridades de un hombre sólo me ha quedado una
evidencia: que el daño, el dolor y la culpa son los únicos
absolutos que existen. Y que nada en esta vida mensurable y llena de
registros, aunque al tiempo sorda a nuestros deseos, puede disipar el
misterio y la negrura primordial en que transcurrimos.
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